La atracción del abismo
- Mario Garrido Espinosa
- 22 jun 2021
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 25 may

La naturaleza nos brinda paisajes de enorme belleza pero que nos ponen a un paso de la muerte. Los acantilados marítimos son un buen ejemplo. Nos gusta asomarnos como si no pudiéramos caernos en un descuido, víctimas de una ráfaga de viento traicionera o una piedra predispuesta a rodar bajo la suela de nuestra bota; como si la muerte, que siempre nos acecha, no pudiera estar esperándonos ahí abajo, escondida entre las rocas afiladas, la furia de las olas y la neblina del agua vaporizada. Al hilo de esto, dejando a un lado prolijas y poéticas descripciones románticas de influencia becqueriana, se cuenta que ocurrió el siguiente suceso con un vulgar grupo de turistas que contemplaban uno de estos precipicios.
—Pues por aquí se han despeñado, que se sepa, más de diez personas a lo largo de los últimos siglos. Todos muertos; o desaparecidos. Desintegrados, en cualquier caso —dramatizaba el guía que pastoreaba el rebaño de excursionistas.
—Y ¿por qué no ponen una cerca para evitar tanta desgracia? —quiso saber uno.
—Sí, porque el suelo pica para abajo que da gusto… —señaló otro.
—Y esta hierba tan húmeda parece muy resbaladiza —terció un tercero.
—Sí, cuidado, no se acerquen mucho al borde —avisó catastrófico el guía—. Pues resulta que hay una antigua ley que dice que el que se tire por aquí y aparezca por aquella playa de allí, la de la Alta Vega, se le otorgará todas estas tierras y una renta vitalicia de un pastón al mes. A él o a sus herederos, si acaso llega muerto a la orilla. Parece ser que es una prebenda que otorgó a esta villa un Rey Trastámara o algo así.
—¿Qué ocurrencia? —dijo una señora de Lugo.
—Sin duda, una prueba de valor o de hombría; algo muy típico, según tengo leído, de las gentes que poblaron estas tierras —aleccionó un tipo alto con mostacho, docto o, seguramente, pedante y listillo.
—Más bien cosas del medievo, que eran muy brutos —sentenció el guía, mejor informado—. El caso es que no se puede construir nada por aquí que impida que alguien quiera probar suerte.
—¿Y esa ley o lo que sea sigue vigente? —preguntó un turista oriundo de Barakaldo.
—Sigue, sigue… Aunque nadie se acuerde —aseguró el guía.
—Antes dijiste que dan una renta vitalicia de un pastón... ¿A qué te refieres con “un pastón”? —quiso precisar uno de Salou.
—No sé por dónde andará ya la cifra, pues va revalorizándose con el tiempo. Aunque no se lo crean, cada vez que se renuevan las ordenanzas municipales de Vega Baja del Acantilado, el pueblo de al lado, se actualizan los términos de esta “ley”, ya que toda esta zona pertenece a su término municipal. Hace tiempo que no lo reviso, pero la cosa andará por cinco mil o seis mil euros al mes... si no ha vuelto a subir. Total, para revalorizar otras cosas: sueldos, ayudas, gasto sanitario, etc… ya saben que todo son problemas; pero como esto no se ha pagado nunca y parece que jamás se pagará, no hay problema en incrementarlo y así pedir más financiación un año tras de otro…
—Entonces, cinco mil o seis mil euros o más… —interrumpió el catalán, queriendo evitar que el dato principal de este asunto se diluyera entre tanta reivindicación sindicalista del guía.
—Eso es.
Y así, de repente, tras atestiguar las cifras, el de Salou, con los ojos desorbitados, se precipitó al vacío. Quince segundos después se estampó contra una roca y una ola hizo desaparecer el cuerpo reventado.
Por la noche, horas después, el cadáver del saltador apareció en la playa de la Alta Vega, exactamente cómo se exigía en la Ley de marras.
Su esposa estaba allí. Esperando. Ella misma le había empujado al abismo (cosa que nadie nunca supo) y tenía registrado "el vuelo" con el móvil. También grabó la llegada de su esposo a la playa. A pesar de estar destrozado, el rostro se identificaba claramente. Le hizo veinte fotos.
Al día siguiente, con la Guardia Civil que se hizo cargo del atestado, la mujer fue al ayuntamiento a reclamar su recompensa. Tras mucho buscar, el funcionario encontró el artículo en la ordenanza municipal donde se explicaba la antigua ley Trastámara y las condiciones de la misma.
—Pues me alegro por la señora. Se le ha arreglado la vida por dos vías —dijo el sargento de la Guardia Civil al alcalde, allí también presente.
—¿Cómo es eso?
—Pues por un lado ya no pasará nunca penurias económicas, pero, en segundo lugar y esto es lo más importante: tampoco sufrirá penurias de las otras.
—No entiendo…
—Pues que el finado era un conocido maltratador. Un verdadero hijo de puta. Denunciado muchas veces por pegar a su mujer y a sus hijos pequeños.
¿Final feliz? Pues no; esto historia se desarrolla en España. La mujer sigue reclamando su dinero y sus tierras, hundida cada vez más en una maraña de papeleos, burocracias, abogados y peticiones de cita imposibles; varada en los retrasos, usos y desidias propias de la administración patria. Ya van más de veinte años...
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