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Bancos en pandemia

  • Foto del escritor: Mario Garrido Espinosa
    Mario Garrido Espinosa
  • 11 jun 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 26 may

Un ordenador con una app de banca online

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid o, actualizando el refrán, que la pandemia del Coronavirus pasa por España, los bancos y cajas, de manera sospechosamente unánime, han reinventado su modus operandi de atención a la clientela, siempre atentos al devenir de los tiempos y pendientes de mejorar su servicio hacia todos nosotros, público cautivo de estas entidades ya que, al fin y al cabo, queramos o no, hemos de utilizar los bancos sí o sí para mil temas; por supuesto, lo de “mejorar el servicio” es una fina ironía o licencia poética que dirían otros más literarios. Así, ahora casi todo hay que hacerlo en la sucursal donde creaste tu cuenta como si los ordenadores modernos, el teletrabajo y la globalización no permitieran hacer cualquier transacción desde cualquier parte del planeta. La idea es poner trabas para que todo aquello que no se puede realizar por cajero o por la página web (y aquí siempre me acuerdo de la tercer edad), pues no lo hagas. «Pero eso ya pasaba antes de la pandemia», apostillará el cliente hastiado de banca. Y, quizás tenga razón, pero ahora la desfachatez ha llegado a niveles olímpicos. Veamos un ejemplo verídico: Voy a una conocida y céntrica sucursal de un no menos famoso banco a hacer una pregunta. No a hacer una gestión; insisto, solo a hacer “una pregunta”. En la entrada hay una cola con un señor mayor y un grupo de tres mujeres charlando de forma animada, soltando al viento buenas risotadas, coletillas barriobajeras y otras lindezas.

—Buenas, ¿están esperando para entrar? —preguntó cortés a las tres gracias, que al viento, por cierto, también lanzan el humo de tres cigarrillos.

—No, no —se apartan las tres ventosas mozas y siguen con su bulliciosa conversación.

—¿Y usted va a pasar? —sonsaco a la otra persona en espera.

—Yo voy solo al cajero.

«Genial —pienso triunfador— Pa’dentro del tirón.»

La sucursal es una sala muy grande con ocho mesas. En una hay una señora de rojo que está siendo atendida. En otra sin gestor vemos a un señor bajito esperando con resignación perruna. Y el resto de puestos están con su bancario en espera activa o tocándose las narices, según los casos. Si observamos con atención, colegiremos que más de lo segundo que de lo primero.

—Buenas, ¿puedo hacerle una consulta? —pregunto en una de las mesas sin cliente.

—Dígame el DNI —me exige la gestora de reojo, amenazadora como si le hubiera mentado para mal a su santa madre.

Impertérrito, se lo digo.

—Usted no es de esta sucursal —me amonesta.

—Así es, pero solo quiero hacerle una pregunta. No vengo a hacer ninguna gestión.

—Pues le tendrán que atender en aquella mesa.

—Es solo una pregunta…

—En aquella mesa —insiste molesta, señalando el lugar donde está siendo atendida la señora de rojo, como si aquella fuera la zona dedicada a esa “gentuza” que se atreve a entrar en una sucursal que no es la suya. El gestor de la mesa de los “de otra sucursal” mira con desprecio a su “compañera”. Ella, con tablas y oficio, ni se inmuta.

—Pero solo es un minuto —suplico, ya que intuyo que la mujer de rojo está lejos de acabar su gestión bancaria.

—Es que estoy esperando a un cliente y está a punto de llegar. Si quiere pida cita en su sucursal y allí le pueden atender sin esperas.

Me la quedo mirando con el lógico estupor e indignación; o cabreo.

—En fin, tendré que esperar aquí entonces.

La tipa ni me responde. Mira su monitor y me ignora. Intentando controlar mi justo enfado me siento a esperar que la mujer de rojo termine.

Diez minutos después una de las tres mozas que charlaban fuera entra con estruendo de tacones y lucimiento de piernas por debajo de su minifalda. Para que se la vea entrar. Muy señora. Muy aquí estoy yo, la Reina del lugar. Se sienta en su mesa, la del señor bajito que esperaba. Le saluda con simpatía teatral, le pide perdón por la espera y se pone a resolver lo que sea que ha hecho que el señor pase la mañana allí.

«No parece que a los clientes de la sucursal les traten mucho mejor», malicio para mis adentros; aunque esto no me consuela en absoluto.

Pasan otros diez minutos.

«¿Qué estará haciendo la mujer de rojo? ¿Pidiendo un crédito para comprar un submarino nuclear ruso? Lo de “ruso” lo digo por aquello de que viste de rojo. En fin, es normal, la financiación de este tipo de vehículos requiere mucho papeleo: que si para qué guerra es, que si con misiles o sin misiles, que si la tripulación ya la pone usted, etc. Y, encima, la tía se atreve a hacerlo en una sucursal que no es la suya. Es lógico que tarde», sigo maliciando.

Pasan otros diez minutos. Y otros diez.

La gestora de la minifalda se marcha por una puerta misteriosa, dejando a su cliente otra vez en espera. El hombre suspira o eso me imagino.

La mujer de rojo, por fin, se levanta con todos los papeles del submarino en regla, supongo.

—Buenos días —saludo mientras me siento en la silla de “los que son de otra sucursal”—. Vengo a consultar una cosa.

—DNI, por favor.

Se lo digo.

—No, déjemelo, por favor.

Se lo doy.

—Usted no es de esta sucursal —me reprende, cogiendo el carnet con dos dedos, como si fuera un objeto tóxico.

—Ya, pero solo es una pregunta.

—Pues no sé si voy a poder ayudarle, no siendo de esta sucursal —advierte mi interlocutor retador, devolviéndome mi identificación—; pero dígame…

—Verá, he visto que me sacan catorce euros todos los meses de mi cuenta —describo utilizando el verbo sacar en vez de el verbo robar que, sin duda, sería más preciso— y supongo que es porque no cumplo alguna condición. ¿Qué tengo que cumplir para no pagar nada?

—Pues tener la nómina y dos o más domiciliaciones de facturas y una tarjeta de crédito o débito y hacer con ella seis operaciones al trimestre; o fondos de inversión por un valor mínimo de treinta mil euros o ingresar más de setecientos euros al mes o un plan de pensiones en el que ingrese al año al menos… —enumera el hombre con hastío y de memoria; quizás inventándose algo.

—Ok. Gracias —respondo registrando en mi cabeza lo que dice, aunque me parece algo tan ruin e impensable como que me pidieran por tener mi dinero en su banco la primera noche de mi esposa tras la boda, a mi primogénito una vez nacido, los sueldos de mis tres primeros años trabajando o mi alma inmortal. O acaso las cuatro cosas.

Con esto en la mente me marcho y compruebo que el señor bajito sigue aguardando a su bancaria minifaldera. Y que la gestora a la que me dirigí nada más llegar continua tocándose las narices, en espera, se supone, de ese cliente con el que tenía cita inmediatamente. Como soy muy malpensado, salgo a la calle sospechando que ese cliente y esa cita nunca existieron. Y la de la minifalda tampoco, ya puestos, porque esas piernas tan bonitas no podían ser verdad.

Lo peor del asunto es que todas estas tropelías persistirán tras la pandemia ya que el cliente de banco es, como dije al principio, “público cautivo”; esto es, necesita a estas entidades para según qué gestiones y da igual que te cambies a otra en busca de un trato más digno, porque te atenderán igual o peor, mandándote a resolver tus asuntos al cajero o a la página web o a la aplicación del móvil (vuelvo a pensar en nuestros pobres mayores); y no digamos ya si, como vemos, cometes la imprudencia, el sacrilegio, el atrevimiento de entrar en una sucursal que no es la tuya. ¡Insensato! En fin, necesitamos un nuevo Darwin que nos explique la “Involución de las especies”, libro que estará dedicado, en realidad, a una sola especie: la humana.

Termino esta historia indicando que unos pocos años después esta sucursal cerró. Ahora les dejo que decidan si esto fue un casual acto de justicia poética o una decisión empresarial de tantas.


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