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Flores de Bach

  • Foto del escritor: Mario Garrido Espinosa
    Mario Garrido Espinosa
  • 23 ago 2021
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 1 may

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El hombre desmontó de su caballo. Su compañero y él habían llegado a su destino. Era una calle concurrida de la villa. Un lugar que conocía bien por haberlo recorrido muchas veces. Casi todos los días desde hacía años, a decir verdad. Pero hasta hoy no se había atrevido a hacer aquello que había propiciado esta parada inusual en su camino. 

—No tardare —advirtió y pasó las riendas a su camarada.

—¿Estás seguro de querer hacerlo?

El hombre dudó por enésima vez.

—Sí. No insistas. Está decidido.

—Muy bien. Daré un rodeo por la zona. No conviene dejar los caballos parados en este lugar.

—De acuerdo.

El hombre entró en la tienda. Era pequeña y estaba llena de recipientes y ungüentos de todas clases.

—Ah, ya está aquí —dijo una mujer de más de cincuenta años, encorvada y con cierta expresión de mezquindad en la cara—. Pase al fondo caballero. En el sótano estaremos más cómodos.

Luego de traspasar una puerta muy estrecha, bajaron por unas escaleras donde se amontonaban todo tipo de mercancías misteriosas. Al poco llegaron a una pequeña estancia con una mesa y varias sillas.

—Póngase cómodo.

El hombre se quitó el casco y la coraza del pecho. Después dejó a un lado el cincho donde portaba sus armas. No muy lejos, por si necesitaba usarlo.

—Caballero, permítame que observe las palmas de sus manos.

El hombre se las mostró posándolas sobre la mesa.

—Perfecto. Relájese. Aquí no hay ningún peligro. Veo que está influenciado por varias flores —dijo la curandera tras hacer un análisis de unos segundos—. En el dedo índice izquierdo veo la planta pino. Esto quiere decir que quizás tenga cierto sentimiento de culpa. Seguramente porque quiere siempre hacer todo bien, sin fallos o sorpresas… Y eso no es posible. Ha de intentar ser menos exigente consigo mismo si quiere ser feliz. Aquí, en esta palma veo la flor Walnut, el nogal. Pronto existirán cambios en su vida y eso le provoca miedo. Pero ha de estar tranquilo, porque esta planta le va a proteger de esas energías que intuye, que desconoce y que tanto teme. —La mujer se permitió un breve silencio para mirar la cara del caballero. Estaba impasible. Absorta. Debía provocar algún acto reflejo positivo en aquel hombre si quería convertirlo en cliente y propiciar que volviera otro día—. En la punta de los dedos veo flores del tipo violeta de agua. Eso significa que usted es un hombre muy capaz, pero a veces puede parecer orgulloso. Tenga cuidado. Ha de abrirse a cosas nuevas. Se sentirá mejor. Por otro lado, y esto es, quizás, lo más importante, veo la flor del roble en sus uñas. Es usted una persona fuerte, que jamás se rinde ante los problemas. Con gran sentido del deber. Aprovéchese de ello en su vida. Nunca lo olvide. Y aquí, en sus muñecas, está la flor del olivo. Aunque se siente cansado, esta flor le ayudará siempre a estar fuerte y a seguir con su vida, pase lo que pase… Libérese del sufrimiento que le provocan los demás y su espíritu será libre y poderoso. —Hizo otro nuevo silencio, más prolongado; aguardando alguna reacción. No hubo nada—. Espero haber dado respuesta a sus inquietudes, caballero.

—¿Cuánto le debo? —preguntó el hombre sin responder a la pregunta de la sanadora.

—Veinte euros.

El policía municipal de Madrid pagó sin rechistar. Se acondicionó el chaleco antibalas (obligado en los últimos días por aviso de posible atentado en la zona) y el cinturón con la pistola y la porra. Después, despacio, se puso el casco reglamentario.

—Buenas tardes —se despidió y, en pocas zancadas, emergió al piso superior y salió a la calle. Casi parecía huir de aquel lugar, como si sintiera vergüenza de lo que acababa de vivir. Esperó un rato en la calle a que su compañero de patrulla llegara con su caballo.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —preguntó guasón mientras le acercaba las riendas de su montura.

—Te dije que no quería ni preguntas ni comentarios —respondió el otro mirándolo de manera heladora.

Los dos hombres continuaron con su patrulla sin volver a dirigirse la palabra.

En cuanto a la dueña del herbolario, esperó tranquilamente a escuchar el tintineo de la puerta de su local al cerrarse.

«Él cree que no volverá por aquí, pero tiempo al tiempo.»

Antes de subir buscó la foto en blanco y negro de su abuela Tiburcia colgada de la pared. Parecía el retrato de una hechicera medieval; o de la bruja de un cuento victoriano.

—Este es de los que se hacen los duros pero al final vuelven, ¿verdad abuela? —Espero una respuesta, una señal—. Claro que sí. Gracias otra vez, abuelita, por enseñarme estas cosas. Nunca creí que cien años después de que tú las aprendieras fueran a servir de algo. Pero ya ves…

Se santiguó tres veces, apagó la luz y subió rauda a seguir con el día de trabajo. En la oscuridad, los ojos del retrato de la abuela parecieron seguir a su nieta mientras se marchaba. En esa mirada había una sonrisa de complicidad; o quizás era de orgullo.



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