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La primera mariscada

  • Foto del escritor: Mario Garrido Espinosa
    Mario Garrido Espinosa
  • 11 jun 2021
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 26 may

Escaparate con mariscos cocidos

Al ser humano en general le gusta comer según qué bichos. Los mariscos, por ejemplo. Sí uno mira bien un grupo de gambas, cigalas, langostas, nécoras y centollos recién pescados, sin recordar lo bien que saben una vez pasados por la parrilla o el cocedero (o lo bien colocaditos que se nos muestran en las bandejas pertinentes, con sus limones partidos por la mitad a modo de decoración), lo único que verá será un grupo de seres poco agraciados, con corazas y pinzas, con colores que recuerdan a otros bichos venenosos, llenos de ojos aviesos y patas por todos lados como las arañas; plancton de ballena pero a lo bestia. Cuando pienso en ello siempre me acuerdo de aquel antepasado nuestro que un buen día, de mucha hambre debemos suponer, decidió comerse la primera mariscada. Aventuremos el asunto: un señor (o señora) prehistórico pasea por un roquero junto al mar. Ve un erizo despistado, bien negro y bien gordo. Lo caza como puede. Vamos a pensar que ya ha inventado la herramienta adecuada para ello o que sus manos albergan las durezas suficientes como para no sufrir ningún pinchazo. De una pedrada descubre el interior del equinoideo. Ante sus ojos se despliega un festival de colores brillantes, fuertes olores y vísceras raras. ”«Pues nada —piensa el homo antecesor—, a morir por Dios.» No se me líen, nos referimos a la deidad de moda del remoto momento del que hablamos, no al Dios de Abraham, que es una cosa moderna para la que habría que esperar unos cuantos milenios más y el auge y caída de otras tantas religiones intermedias. Pero sigamos con nuestra historia iniciática: En un acto contra natura, el buen señor antediluviano mete la mano entre las púas del erizo abierto en dos, rebaña todo el interior del animal y se lo mete en la boca. Sin limón ni nada. Saborea y traga. Quizás luego sufra arcadas, aunque omitamos este pasaje para que nuestro relato no pierda épica. Y tras un breve momento de reflexión culinaria, nuestro descubridor coge un segundo erizo, quizás un familiar que andaba buscando al primero, y procede igual. O quizás un cangrejo, porque ya metidos en fiestas, a nuestro antepasado le da todo igual. Se atreve con todo. Y así, tiempo después de este importante hito de la Historia de la Humanidad, vendrían otros no menos homéricos relacionados con bueyes de mar y navajas... Pero no nos alarguemos. Lo contado como ejemplo de valentía ya es bastante. Los que gustan del marisco en la actualidad nunca agradecerán bastante estos descubrimientos paleolíticos; y es que a lo de descubrir el fuego se le da mucho bombo y platillo pero, como vemos, también hubo otras cosas importantes.


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