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Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Notas de campo: Sobre mariscadas


Al ser humano en general le gusta comer según qué bichos. Los mariscos, por ejemplo. Sí uno mira bien un grupo de gambas, cigalas, nécoras y centollos recién pescados, sin recordar lo bien que saben una vez pasados por la parrilla o cocedero, verá seres poco agraciados, llenos de ojos aviesos y patas por todos lados como las arañas, plancton de ballena pero a lo bestia. Cuando pienso en ello siempre me acuerdo de aquel antepasado nuestro que un buen día, de mucha hambre debemos suponer, decidió comerse la primera mariscada. Aventuremos el asunto: un señor (o señora) prehistórico pasea por un roquero junto al mar. Ve un erizo despistado, bien negro y bien gordo. Lo caza como puede y de una pedrada descubre su interior lleno de colores brillantes, fuertes olores y vísceras raras. ”«Pues nada —piensa el homo antecesor—, a morir por Dios.» El Dios de moda del remoto momento del que hablamos, no el de Abraham, no se me líen. Y entonces, en un acto contra natura, el buen señor mete la mano entre las púas, rebaña todo el interior del animal y se lo mete en la boca. Sin limón ni nada. Saborea y traga. Quizás luego sufra arcadas, aunque omitamos este pasaje para que nuestro relato no pierda épica. Entonces, coge un segundo erizo, quizás familia del primero, y procede igual. Y así, tiempo después de este importante hito de la Historia de la Humanidad, vendrían otros relacionados con langostas y navajas... Pero no nos alarguemos. Lo contado como ejemplo de valentía ya es bastante. ¿O no?


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