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El belga Zidrou y el granadino Porcel nos proponen un cuento de hadas con la iconografía propia de este género literario (castillos, una época mezcla del medievo y el renacimiento, trajes coloridos, caballeros y doncellas, amores imposibles y besos llenos de magia), dibujada con un estilo que recuerda el de las ilustraciones que decoraban los viejos libros de cuentos de hadas que leíamos (o nos leían) en nuestra niñez… pero contado de una manera brutal y cruel, llena de sarcasmo (y, a veces, irónica), sin ahorrar ningún detalle, por truculento y sórdido que sea. Un contraste que engancha al lector ávido de historias poco convencionales.
Se podría decir que este esperpento disfrazado de cuento de hadas es, en realidad, una revisión, muy libre, de las primeras andanzas de uno de los iconos de este género literario: “El Príncipe Azul”. Aunque por lo que voy a contar a continuación, no lo parezca en absoluto. El protagonista de nuestra historia, de nombre Lapo (no por casualidad), es un muchacho con un rostro deforme que causa horror y asco a todo aquel que lo ve, a pesar de ser un muchacho bueno, con los ojos verdes y bondadosos. Fue criado en los calabozos de un castillo por una perra que antes se comió a sus propias crías. Su madre (la humana), menor de edad, fue engañada y violada decenas de veces hasta concebirle. El carcelero, exhaustivo sodomita de todos los presos que pasan por allí, adopta a Lapo con la intención de que le haga todo su trabajo; de esclavizarle, en definitiva. En fin, un comienzo de cuento, como vemos, de los más bonito, tierno e infantil… y es que de estos “preciosos” mimbres se vale Zidrou para hacernos entrar en su particular mundo imaginario de los cuentos de hadas. Pero no se crean, a pesar de la extrema violencia y crudeza de la narración, no se renuncia al lenguaje poético propio del género. Sirva de ejemplo el texto de la contraportada: «Dejad que os cuente la cruel historia de un bufón que, tonto de él, se enamoró de una princesa cuya hermosura era tanta que no se podía soportar. Dejad que os cuente la historia de un beso. El más bello de todos. El más puro. En más conmovedor de los besos.» Pero a pesar de este lenguaje preciosista, del tipo “Érase una vez…”, las estupendas imágenes nos dan siempre la medida de la miseria y mezquindad que en realidad rezuma este supuesto cuento. Y, a veces, también las palabras.
Zidrou, responsable de decenas y decenas de obras (los 4 tomos de “Shi”, los 4 tomos de “Marina”, los dos de “La Mondaine”, “Lydie”, “El Cliente”, “Merci”, “La piel del oso”, “Los tres frutos”, “Tocadiscos”, “Leo, Lea”, “El cuentacuentos”, etcétera), no siempre acierta con sus historias. Es el problema de crear tanto y tan rápido. De ser tan prolijo. Y de que hagas lo que hagas, presentes lo que presentes, te lo publiquen… entiendo que porque luego, en un porcentaje rentable, se vende todo; si no de qué. Pero el lector asiduo, como pueda ser yo mismo, a veces, se siente frustrado. Y es que con esta velocidad de producción y sin ser un Galdós o un Lope de Vega, no siempre se podrá mantener un nivel alto, tal y como, por ejemplo, disfrutamos en los primeros volúmenes de la serie “Los buenos veranos” o en la bellísima e impresionista “Naturalezas Muertas”. Y no son los únicos ejemplos. Pero mucho me temo que, quizás, “Bufón” no es de sus obras más geniales, lo que tampoco la hace de las peores. En realidad, en mi opinión, el problema viene por las páginas finales. De repente, todo resulta muy precipitado. Parece como si el editor le hubiera dado un máximo de 62 páginas para contar la historia y, tras materializar más de cincuenta planchas a un ritmo perfecto, el guionista se viera en la necesidad de cerrar la historia contando mucho en muy pocas viñetas y, dado que es imposible, hubiera cortado fragmentos de la narración, dejándose por el camino mucho de lo que el lector espera encontrar; terminando la historia, en definitiva, deprisa y corriendo y, tal vez, con un final que no era el originalmente pensado. En mi opinión, la obra debería de haber ahondado en la historia de Lapo cuando por fin sale del castillo y comienza una nueva vida donde se ve tocado por la fortuna y la fama, aunque como siempre a lo largo de su existencia, no por el amor. A mí, que también me gusta fabular, se me ocurre que podría haber devuelto multiplicadas por mil las crueldades sufridas de joven y de niño, haber pasado de ser un muchacho bueno y sin malicia (aunque horripilante, dado la deformidad de su rostro) a un tipo cruel y sanguinario (quizás embozado, para dar mayor dramatismo al asunto) como todos aquellos que le habían rodeado durante toda su vida; o ya, con fama y fortuna, haber arruinado o matado a todos estos que tanto mal le hicieron de adolescente: el conde, el carcelero, los cortesanos… Al más puro estilo del Conde de Montecristo. O ya que es un cuento, que algún mago, hechicera o parecido le quitara la deformidad de su rostro y reapareciera por las tierras de su niñez y juventud, ahora guapo y reluciente, a lomos de su caballo, bien vestido, lleno de todos los dineros conseguidos con esa cualidad que los príncipes azules tienen para dar besos a las bellas y jóvenes damas que caen en coma y con los que se obra el milagro de la vuelta de la gentil mozuela al mundo de los vivos… Y volviera al castillo del conde, como imagino, donde pasó sus terribles primeros años, para vengarse de su antigua amada que tan cruelmente le rechazó cuando era feo, negándole tan sólo un beso. Que la hiciera sufrir de amores no correspondidos por el actual y gallardo “Príncipe azul”, como él mismo los padeció cuando era una especie de Jorobado de Notre Dame. En fin, que me gustaría que el pobre Lapo se vengara de manera harto cruel, como corresponde a los cuentos de hadas más clásicos (no confundir con los que leíamos de pequeños, muy edulcorados y poco fieles a los originales; o a la versión que la Disney hizo de todos ellos). Pero el autor, queriendo ser realista (o por la falta de páginas para narrarlo, como malicio) nos deja sin el placer de ver a Lapo vengarse de todos sus malhechores. Y es una pena, porque esta falta de una terminación acorde al resto del relato te deja frío. Con ganas de hacer justicia. De dar lo suyo a los malos. Pero como digo, la historia se cuenta a un ritmo adecuado hasta las últimas páginas, donde parece que hubiera prisa por dar carpetazo al asunto de cualquier manera. Así que no hay venganza ni nada. Una pena porque hasta llegar a este punto, el cómic es una delicia donde te vas encariñando con el protagonista, siempre esperando que espabile y coja las riendas de su vida. Pero no ha podido ser. Acaso esto no es tanto un cuento y es más una historia real, donde sabemos que los malos casi siempre se salen con la suya; o, al menos, casi nunca recibe el justo castigo por sus actos. A lo mejor ésta era la idea de Zidrou. Ser realista, a pesar de la envoltura de cuento de hadas. ¿Quién sabe?
Terminemos con esta “edificante” frase del narrador (un preso muy irónico y resignado, encadenado a una pared de los calabozos del castillo, antiguo amante del malvado conde cuya hija, la simpar Livia, es el amor platónico del deforme Lapo), donde se dice una gran verdad: «Sólo el cerdo afirmaría lo contrario. Más vale nacer entre sábanas de seda que entre paja podrida.»
No es que os descubra ningún axioma trascendental con esta afirmación, pero creo que el tono sarcástico del relato queda bien representado.
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